martes, 20 de septiembre de 2011

85 años del ciclón...


El día que un ciclón arrasó con Encarnación
 Escribe Julio Sotelo [blog]

El 20 de setiembre del 2011, se cumplirán 85 años de una de las peores tragedias que ha vivido Encarnación que dejó devastada la Villa Baja y otros sectores de la ciudad. Un viento huracanado de fuerza incontenible la castigó despiadadamente, convirtiéndola en escombros y dejando un cuadro indescriptible de muerte y desolación.
Al contemplar hoy la que fue la Villa Baja, arrasada por el progreso necesario, nos inspira la nostalgia de volver a recordar aquellos minutos apocalípticos, aquel latigazo implacable de la naturaleza que tuvo un solo destinatario: un sector de Encarnación que comenzó desde el río, siguió un trecho hacía el norte, tomando parte de la Villa Alta de entonces y dirigiéndose luego hacía el Este, para terminar su alocada carrera a unos cuatro kilómetros de la actual avenida Cnel. Luís Irrazábal, en el barrio San Miguel Curuzú.
Orangel Delmar, seudónimo de Javier Guajardo Bustamante, el único que dejó registrado aquella tragedia en su libro “La catástrofe de Encarnación” relatándonos, según él en el plano “de la verdad” hechos y personajes que las autoridades, en distintas épocas, consideraron como verdades irrefutables y en función a esa“verdad” pusieron nombres a calles homenajeando a esos héroes citados por el autor. Bueno, la historia habría que registrarla escribiendo, y, este señor que tenía una imprenta lo hizo. Pero pasaron muchos años y vale la pena revisar publicaciones de la época, para darnos cuenta que se ha dejado de lado a muchos otros que merecen ser recordados y, por sobre todo, preguntarnos, por ejemplo: si fueron en realidad el padre José Kreuser y el baqueano Jorge Memmel los únicos que cruzaron el río Paraná para pedir ayuda a los posadeños. También  ¿es creíble que el tal Juan Perotti, foguista de la caldera de la usina de electricidad haya tenido tiempo para bajar la llave de la corriente antes de morir aplastado? 
     
Al caer la tarde de aquel 20 de setiembre

Corría la tercera semana de setiembre de 1926, la tarde del día veinte iba declinando rápidamente bajo un cielo plomizo que presagiaba nuevamente lluvia. La ciudad, a pesar de la abundante precipitación pluvial de los días anteriores y el de ese día, que fue intermitente aunque no copiosa; daba término a la labor diaria con toda normalidad.
A las 17:30, hora paraguaya, en el horario acostumbrado, partió desde el muelle la última lancha del tráfico de Encarnación hacia Posadas. Ese día no había muchos pasajeros. En ella, viajaban una señora con dos criaturas, dos muchachones y los tripulantes.  Además, entre los pasajeros que cruzaron al otro lado de la orilla, estaba en la lancha el chileno Javier Guajardo Bustamante (nombre de Orangel Delmar). Don Manuel María Pérez (padre de Carlos Milciades Pérez Lizzadro) que tenía que haberse trasladado a Posadas, vio que la lanchita se alejaba lentamente desde la costa. No pudo llegar a tiempo y perdió la lancha.
El puerto, nervio de la actividad de la ciudad en aquel entonces, también clausuraba la labor de ese día con el trajinar de  pasajeros entre Encarnación y Posadas, en un ir y venir acompasado de gente que retornaban haciendo el balance de ese día con una despreocupación propia del que ha dado término a una labor de rutina y que habrá de comenzar el día siguiente, en las mismas condiciones, pero embargados por la obsesión de “la vida comienza mañana” y que será mejor que ayer.
En el mismo horario Ricardo Mairhofer, un muchacho de 11 años, montado a su caballo volvía a su casa en San Miguel Curuzú, luego de repartir leche en el centro de la ciudad. Por el camino se encontró con los hermanos de Ananías Maidana, entre ellos, Gilda Ayala Palacios quienes salieron mas temprano de la Escuela Normal y así poder llegar a su casa antes que se desatara la tormenta.
Ese lunes, Alfredo Stroessner, un adolescente de tan solo 13 años que estudiaba en Posadas, también debió viajar al otro lado, pero como era víspera de la llegada de la estación de la juventud los estudiantes de la ciudad argentina estaban preparando la estudiantina, actividad que no era de su agrado, y porque los días lluviosos de fin de semana lo dejó encerrado en su casa desde el día viernes,  optó por no viajar aprovechando que al día siguiente, día de la primavera, no habría clase.                      
Los pasajeros recién llegados al desembarcadero observaban, camino a la Aduana, a mujeres cargadas con mercaderías adquiridas en la ciudad vecina, en un duro y penoso intercambio para comparecer ante “la pacotilla”, última prueba a que eran sometidas aquellas abnegadas mujeres que contribuían al progreso de las dos ciudades.
En el trayecto se notaba la presencia de algunos funcionarios aduaneros con su característica vestimenta: traje de casimir de lana con preferencia en azul marino; botines trompudos de color marrón, faja azul o colorada y pañuelo al cuello, blanco o de los mismos colores de la prenda que llevaba a la cintura. Caminaban, algunos haciendo eses y maldiciendo a los conchavadores de peones; uno decía: Jorge Amarilla, pe avá tuyá, otro peMiñarro, pe Goyo Brítez; pe Aurelio Corvalan; pe José del Socorro; y otro exclamaba, pe Miguel Oroopytavaerä cobre reitepe. (Estos eran algunos de los pudientes de la época)
Más allá, la carcajada de Ramón Rettori ponía un punto suspensivo en la monotonía ambiental y era en el crepúsculo agónico una nota de jovialidad natural en las gentes habituadas a sortear los riesgos frecuentes en la navegación diaria para hacer la travesía del Río Paraná.
Entretanto, el capitán de cabotaje, Damián Sténico, integrante del equipo de primera división del 22 de Septiembre F.B.C., se despedía de doña Concepción Gauto, su señora, para salir a participar de una reunión de embarcadizos en la casa de don Reto Bertoni, a pocas cuadras de su domicilio, frente al muelle. Doña Concepción estaba con un embarazo de 6 meses de quien sería el gran jugador decano “Pacho” Sténico, quedó en la casa con sus dos pequeños hijos, Tilo y Amalia.
La reunión a la que iba a participar el Capitán General del 22 de Septiembre, últimamente venían haciéndose habitualmente para tratar el tema de la Ley de Impuesto Único aplicado por el gobierno del doctor Eligio Ayala a los dueños de los barcos, que sumada a la Ley de Cabotaje, según la Asociación de Marítimos estaba llevando a la ruina la economía de Encarnación. Durante el trayecto, mientras caminaba por la costanera, observó el raro atardecer.
Al llegar en la esquina de las que fueron calles Dr. Juan León Mallorquín y Fulgencio Yegros, como era costumbre. encontró en la puerta del Restaurant–Café del señor José Skanata, la silueta larguirucha de“Algarín”, muy aficionado al vino tinto, que sabía filosofar y se jactaba de haber sido compañero de aula del Dr. Eligio Ayala, en el Colegio Nacional de Encarnación, adonde el ex–presidente cursó los primeros años de la secundaria.
Damián Sténico vio desde la calle que dentro del local se encontraban varias personas, entre ellas, el jovenEnrique L. Pinard, jefe de depósitos de la Aduana, que se quedó de paso en el lugar. Apenas harían veinte minutos que había salido de la casa de su familia –local del Banco de la República–. Había dejado a su padre, que era el gerente de la sucursal de esa institución en nuestra ciudad, la correspondencia cerrada de última hora en su mesa de trabajo.
Se escuchaba a pocas cuadras, de cuando en cuando, el estruendo de bombas que invitaban a asistir a la conferencia del escritor argentino Rodolfo González Pacheco que esa tarde a las 17:30 horas, pronunciaría una conferencia sobre la Revolución Social, en la sede de los Obreros Marítimos, ubicada en la primera cuadra de la calle principal, que llevaba como nombre el del presidente Dr. Manuel Franco, entre la Aduana y la casa comercial de Aníbal Bado.
El conferenciante, que ya estaba en el salón de la Sociedad de Obreros Marítimos, venía precedido de un gran prestigio y, presumiblemente, habría visitado Rusia el año anterior; así como lo  hicieron algunos dirigentes socialistas del Paraguay como Rufino Recalde Milesi, Cosme Damián Ruí Díaz, Francisco Gaona y Lucas Ibarrola. Uno de los propiciadores del acto era Cantalicio Aracayú, dirigente de gran arrastre en el gremio de los marítimos.
En la Aduana cumplía su función de oficial de guardia el señor Luís Arias, que compartía su rutinaria tarea acompañado por los marineros asignado a la guardia de ese día.
Don Hugo Wilhelm Stroessner se encontraba en el comercio de don Aníbal Bado, a quien le trabajaba como Tenedor de Libros, fondeó su copita de caña blanca, su rutinario aperitivo, que esa tarde era un poco más de lo habitual, bajó su vaso sobre el mostrador, se despidió de don Aníbal y se retiró en dirección a su vivienda.
En la calle Mcal. Estigarribia y Cptán. Caballero, la viuda de don Juan Antonio Isasi, rápidamente cerraba su domicilio ante la proximidad de una lluvia que venía con una tormenta.
En  la casa comercial y panadería del señor Eulalio Isasi, la actividad era intensa entre los empleados que amasaban la harina para convertirla en pan y galletas para el día siguiente. No se percataron de las condiciones del tiempo.
Una cuadra más adelante, por la calle principal, don Roberto Vega cerraba su negocio y ordenaba al muchacho Sixto Martínez, su auxiliar, que ayudara a su esposa a preparar la mesa para la cena.
A pocos metros, en el Centro Social, Ítalo Clérici, vicepresidente del 22 de Septiembre F.B.C, con otros amigos, entre los que estaban, Gregorio Estigarribia, Bernardo Ghere y Estanislao Dioverti, se aprestaban a jugar el truco. En otro sector, junto a la señora de Vázquez, se encontraban jugando los niños Víctor, Eligio, Guillermo Troche, su hermanito Justo Pastor Troche y el niño Aníbal Semidey Troche, además de la señorita Vázquez.
Por su parte, don Dalmiro Pagliera, siendo el presidente del recién creado Centro del Comercio y de la Industria, del que era alma y vida, como siempre muy disciplinado, fue el primero en llegar. Ya estaba en su local de la Villa Baja, acompañado de los señores Vicente Oliva, M. Ferreira, Juan Barthe, Camilo Verón y otros socios. También el Dr. José  Calderara que estaba de visita en el local.
La embarcación que se dirigía a Posadas aún no había recorrido 300 metros, cuando todos los pasajeros contemplaron y admiraron la subida tonalidad del rojo–anaranjado que producía la puesta del sol. Era en realidad un bellísimo espectáculo de contraste lo que estaban observando los pasajeros, pues, mientras que en una parte del poniente brillaba una faja ancha de oro, cuya intensidad de luz disminuía a medida que se elevaba sobre el horizonte; la otra, más hacía el Norte, se perdía en una sombra oscurísima que la cubría de tinieblas insondables, describió Orangel Delmar en su libro.
Salomón Yunis, el profesor Carlos Castelnovo y don Abrahán Squef, cuyos domicilios se encuentran sobre la calle principal no se percataban de la proximidad de la tormenta. Un hecho llamativo, si se quiere, casual, insólito o sobrenatural, el cabalístico número trece tuvo su parte ese día: la familia Castelnovo, sumaba el trece a los miembros de su familia.
Sobre la calle de la vía que hace cruz con la casa de Codas, frente a la de Segundo Machaín, se encontraban un grupo de jóvenes que miraban pasar a la gente con dirección al local de la conferencia.
El tráfico de gente, a pesar del mal tiempo, era nutrido a esa hora. Hugo Stroessner pasó raudamente frente a ellos por la calle principal, subiendo hacia la casa de señor José Mayerhoffer en procura de llegar a su casa antes de que se desate la tormenta.
La farmacia “La Estrella” de Oscar Heisecke, a pesar de la proximidad del mal tiempo no cerró sus puertas, como en otras oportunidades. El padre del futuro dictador del Paraguay, en su paso por este local saludó al señor Heisecke y apresuró sus pasos para llegar hasta el almacén de su paisano Juan Pröchl, quien se encontraba acompañado por Carlos Workmeister, que estaba en el lugar de paso. Logró llegar hasta esta casa.
Un muchacho, del grupo que estaba frente en la esquina de la casa de Codas, dijo en tono de burla que había mudado de lugar el corral de una estancia con todo el ganado que encerraba y que debía ir rápidamente a atender a los animales ante la proximidad de una lluvia. Con este chiste de mal gusto, el grupo se disolvió automáticamente. Cada uno tomó un rumbo y yo me dirigí al local de los obreros marítimos, contó Rafael Ferreira en el diario La Tribuna.
Ferreira decidió trasladarse al salón de la Sociedad de Obreros Marítimos porque le interesaba el tema de la conferencia y caminó las dos cuadras que lo separaba del local. Serían las 17: 40 horas. Al llegar al local, un salón no muy amplio, que albergaba a alrededor de cuarenta personas de píe; notó que Rodolfo González Pacheco ya estaba pronunciando la conferencia y tenía suspenso al auditorio con su elocuencia de brillante orador.
Ángel Clérici, intendente municipal, desde su domicilio frente a la plazoleta del puerto, observó en el horizonte que una tormenta se avecinaba, ensilló su caballo y salió para dirigirse hacía Mboi Caé, en el domicilio de la madre de sus hijos. Apenas logró cabalgar unas cuatro cuadras llegando al Centro Social donde se encontraba su hermano Ítalo Clérici, cuando comenzó a caer el fuerte viento.
El encargado de la usina eléctrica, don Juan Perotti, al ver que se avecinaba el mal tiempo se adelantó y puso en marcha el motor para generar la corriente que necesitaba los pobladores al caer la noche y comenzaba a encenderse los primeros lánguidos focos.
El carpintero Juan Balletbó, cuya casa lindaba con la usina eléctrica ordenaba sus maderas para ponerlas al resguardo de la lluvia que se avecinaba.
Don ministroel canoero, acababa de llegar a su casa en el Barrio Riacho luego de que haya partido la última lancha, remó unos trescientos metros y atracó su bote en la orilla. Alcanzó llegar a su casa cuando empezaba a caer las primeras gotas y pidió a su patrona el habitual mate de la tarde.
En la casa parroquial el padre José Kreuser, al no tener asistencia espiritual que hacer ese día, por las malas condiciones del tiempo, se encerró a escribir sobre sus experiencias pastorales con los indios cainguás del Alto Paraná. Recordaba sus recorridos por las inhóspitas selvas, surcando el bravío río Paraná en los precarios botes de los aborígenes, quienes eran conocedores de las aguas.
La lancha, que normalmente no tardaba más de quince minutos en hacer el viaje de Encarnación a Posadas, igual tiempo demoró; pero esta vez, al subir el muelle de Posadas todos los viajeros se apresuraron, porque empezaban a caer las primeras gotas de lo que en seguida se transformaría en un temporal de agua y viento que provenía del sur. La noche rápidamente se había cerrado.
“…Más tarde, diez o quince minutos a lo sumo, relata Orangel Delmar, una lluvia torrencial, huracanada se desencadenaba sobre la ciudad de Posadas, cuya hora de iniciación fue entre las 18:50 a 19:00 (hora argentina) y duró aproximadamente dos horas. Las ráfagas huracanadas causaron diversos destrozos en esta ciudad y, en la vieja usina eléctrica, ubicada en las adyacencias del puerto, sus operarios debieron esforzarse para impedir la entrada del agua empujada por el viento. Del lado de Encarnación, solo se veía una gran mancha oscura…”
Mientras en Posadas llovía torrencialmente, dos miembros del plantel de dicha usina, Alberto Malagrida yPedro Correa, al abandonar sus tareas, comentaron la falta de luz de alumbrado en la vecina localidad paraguaya, pese a que ya había anochecido. Atribuyeron dicha anormalidad a la tormenta y prosiguieron su camino por las también oscuras calles posadeñas. Ignoraban que en esos momentos un colega suyo, Juan Perotti, foguista de la usina ya había perdido la vida, electrocutado y sepultado por los escombros, tras haber logrado, esforzadamente, interrumpir el suministro de corriente eléctrica.
En Encarnación se producía la horrorosa catástrofe que segó tantas vidas y que destruyó a la ciudad llamada del puerto. La dirección del viento que azotaba en la costa argentina era del sur, el chubasco fue de los llamados negros, con capas de nubes grises y de aspecto casi uniforme, muy bajos y muy extendidos, que cubrieron a Posadas por completo.
“…El fenómeno aéreo dio comienzo a su tarea devastadora más o menos a las 18:00 horas, en la misma orilla del Paraná. El tornado, absorbiendo una masa enorme de agua la que, lanzada luego en vertiginoso movimiento giratorio en espiral, produjo una bajante momentánea en la orilla del río donde se formó la tromba que tumbó y hundió las quince o veinte lanchas que se encontraban ancladas a poco fondo. Destruyó cuanto encontraba a su paso, derrumbó las casas en un instante, arrancó de raíz a todos los árboles, quebró los postes del alumbrado, que cayeron con sus cables intactos…”
…Promovió una danza infernal de millares de chapas de zinc las que, arrancadas de los techos volaron con suma velocidad, chocando entre sí, produciendo un ruido espantoso e indescriptible, enroscándose muchas de ellas en los postes, ramas y trocos de los árboles como si fuera tiras de papel y destruyendo a cuanto alcanzaron a tocar con sus aristas filosas, que se convertían en guadañas satánicas sembrando las casas de muertos y heridos…” testimonia en su relato Javier Guajardo Bustamante.
El ciclón subió con ímpetu por la llamada “calle principal”, hoy Mcal. Estigarribia, dejando centenares de casas destruidas, con un saldo de aproximadamente cuatrocientos muertos y más de mil heridos. “Callejón de la muerte”, llamaron a ese trecho de 250 metros de ancho, desde el puerto hasta el comienzo de la “Villa Alta”, arrasado totalmente.
Rafael Ferreira en su relató al diario La Tribuna, dijo que en Encarnación comenzó a llover y luego fue aumentando cada vez más de intensidad hasta ser torrencial. Un fuerte viento soplaba furiosamente sacudiendo la frágil estructura de la casa de madera del salón de los Obreros Marítimos. González Pacheco, llevado de su ardoroso entusiasmo profetizaba el derrumbe del régimen capitalista. Lo decía con el mismo ímpetu con el que la naturaleza desencadenaba en ese momento sus incontrolados elementos.  
Una violenta ráfaga balanceó la casa y la luz eléctrica comenzó a parpadear; de la pared cayeron hacía afuera dos tablas dejando una puerta de escape. Muchos de los participantes salieron por ella, entre ellos Cantalicio Aracayú y pronto se encontró con Ferreira en la ochava del edificio de la casa comercial de don Segundo Machaín.
Liberados de la presión de aire que habían sufrido por la fuerza del viento y de la lluvia y recuperados del pánico salieron de sus refugios remontando la calle Gamarra que va hacía el viejo muelle, más allá de media cuadra, cerca del edifico del Banco Mercantil, que actualmente ocupa la oficina de correos. Por un zigzagueante relámpago notaron cierta anormalidad, les pareció que algo muy grave había ocurrido. Hasta que a la luz de otro relámpago, se cercioraron de la realidad.
Allí, al lado de la vereda del edificio, había unas palmeras.  Encontraron a Damián Sténico fuertemente agarrado a una,  y a otra, a Honorio Vázquez. Damián Sténico al caer el fuerte viento, había abandonado la casa de don Reto Bertoni por el pasillo del costado que sale frente al edificio del Banco Mercantil.
Reunidos comentaron las características extraordinarias de la tormenta y continuaron en la misma dirección sin presumir las dimensiones del siniestro, sin alarma, teniendo en cuenta que las tormentas suelen azotar con frecuencia a la zona.
Constataron la destrucción de los edificios y la presencia de postes caídos, alambres sueltos, árboles descuajados y efectos dispersos en la calle. Estaban frente a la casa de Bernardo Ghere. Quedaron perplejos, poseídos de un terrible pánico, uno de sus compañeros gritó: ...¡¡Oúco la día del Juicio Final…!! Dos de ellos corrieron en dirección al viejo muelle: Damián Sténico en cuya vecindad habitaba y Rafael Ferreira quien le acompañó.
Damián Sténico en la corrida hasta su casa observó al vaporcito “Bell” que se encontraba fondeado a unos 200 metros de la costa y a unos 150 de la cabecera del muelle, en 7 pies de agua más o menos, en la desembocadura del riacho. No había sufrido absolutamente nada porque tuvo que resistir a la fuerza del viento y de la lluvia, pero no a la furia de la tromba, que se formó y pasó a poca distancia de su costado. La tromba destrozó la parte central del muelle, en una longitud de cincuenta a sesenta metros, debido a que el viento levantó cuanta embarcación encontró a su paso y la golpeó contra el bloque de cemento. El muelle quedó destruido por consecuencia de los impactos de las embarcaciones que el viento golpeó contra su estructura.
Al llegar a su casa, la luz de un relámpago le hizo ver solamente un montón de escombros de lo que horas antes había sido su hogar. Desesperado buscó a su esposa y a sus hijos a quienes les gritaba con todo lo que daban sus pulmones. Doña Concepción, sus hijos, Tilo y Amalia,  habían salido de la vivienda y se refugiaron detrás del tronco de un lapacho que se llenó de chapas de zinc retorcidos.
Por la calle principal, gran parte del techo de la casa de don Aníbal Bado se había derrumbado, una viga cayó sobre la cuna de Adolfo, su hijo de apenas 2 años, al que le fracturó la cabeza.
Una cuadra más adelante, Roberto Vega vio que el techo de su casa había desaparecido por la acción del viento, notó que a su familia no le pasó nada. Inmediatamente, junto a su secretario Sixto Martínez, corrieron por la calle principal, empapados por la lluvia y el barro, en dirección a la casa de su hermana Josefina de Ghere, situada cerca del edificio que ahora es el correo. Encontraron la casa en ruinas de donde se escuchaban pedidos de auxilio, removieron los escombros y encontraron al niño “Nenete” y a su hermanita ”Yiyita” con algunos golpes que no revestían gravedad. Su hermana Josefina estaba llorando desconsoladamente refugiada en un rincón de la casa, preguntando por su marido Bernardo, que se encontraba en el Centro Social.
Eso fue una ráfaga y se acabó, dijo Sixto Martínez, al recordar aquella tarde y agregó: “…estaba yo ayudando a doña Elba Arigós, esposa de don Roberto Vega a preparar la mesa para la cena, se vino un violento ventarrón que se lleva enterizo el techo de la casa, a mi me golpeó el brazo una viga que cayó, me refugié detrás de la puerta. El fuerte viento levantó el agua del río Paraná  sobre la ciudad, es por eso que también muchos murieron ahogados…”
Sobre la calle Iturbe esquina Mcal. Estigarribia, el edificio del Centro Social estaba totalmente derrumbado de donde no pudieron escaparse y yacían muertos don Gregorio Estigarribia, Bernardo Ghere, la señora de Vázquez, el niño Víctor, Eligio Guillermo Troche y su hermanito Justo Pastor Troche, además del niño Aníbal Semidey Troche. Gravemente herido estaba don Estanislao Dioverti y la señorita de Vázquez, herida levemente.
En el Centro del Comercio y la Industria, cayó Dalmiro Pagliera aplastado por los escombros, a pesar de que, cuando se vino abajo la pared, intentó con sus manos y pies sostener la pared que le cayó encima. Los señores Dr. José Calderara, Vicente Oliva y M. Ferreira estaban gravemente heridos; con leves rasguños el señor Juan Barthe e ileso estaba Camilo Verón.
El sobreviviente y protagonista de la tragedia en sus escritos, publicados en el diario La Tribuna, siguió rememorando los momentos vividos.
Al quedar Sténico en el lugar donde minutos antes estaba su casa, me dirigí solo caminando por la calleLibertad (actual Artigas), al Hotel Internacional, adonde habitaba como huésped. Cuando llegué, encontré a este edificio, construido de sólido material, derrumbado.
Del local del Correo que era una casa de tabla, situado en la esquina, en frente, quedó sólo el piso y un mar de papeles y objetos dispersos.
Lo encontré en el medio de la calle a Juan Balletbó, todavía aturdido, mojado y sucio, lleno de barro; me contó que cayó en el lugar luego de haber sido levantado por el viento, asido por una de las puertas de su casa.
Desorientado, volví por el medio de la calle que lleva a la usina eléctrica que había sufrido considerable daño.
Andando poco trecho, divisé una luz en la casa que ocupaba el Consulado Argentino y que era, también, residencia de la familia Arigós, tomé esa dirección y me encontré reconfortado al notar un signo de vida en aquel desolado y triste cuadro.
Antes de llegar a la esquina, escuché un insistente llamado de auxilio, hacía allá me dirigí y me encontré con el que en vida fuera mi amigo, Jacinto Irrazábal, estaba entre los escombros, inmovilizado, tenía una vigueta de lapacho encima. Me dijo que se encontraba bien y que procurara auxilio para una señora y una menor, en cuya compañía estaba, que apenas hacía unos minutos que la señora había soltado la mano que él le tenía tendida y que ella mantenía como medio de contacto bajo la capa de escombros que la cubría. Traté de alentarlo, no obstante la tranquilidad y gran presencia de ánimo que mostraba y continué en busca de gente para prestarle auxilio, en vista de que solo muy poco podría hacer a favor de ellos.
Apenas había abandonado el lugar cuando escuché llantos convulsos cuyos ecos no procedían de muy lejos, pude comprobar muy pronto que estos salían de la casa de un amigo y compañero de trabajo, Gregorio Estigarribia, a quien encontré tendido en el suelo, sin vida. Al derrumbarse la casa, le había tocado un cable eléctrico, que le causó la muerte por electrocución. (*)
Según relatos rescatados de sobrevivientes del barrio Hospital, el fuerte viento de esos terribles minutos le preocupó a Alfredo Stroessner que no sabía por donde pudiera estar su padre, su casa había resistido al tornado, a pesar de estar en el camino del recorrido, quedando solamente algunos árboles caídos y chapas de zinc enrollados por los árboles.
Le dijo a su mamá que él saldría a buscarle a don Hugo, que no se preocupara por él, pero doña Heriberta le dijo que fuera a buscarle a su hermana que estaba en la casa de don José León Benítez, festejando un cumpleaños de su compañera de la Escuela Normal.
Así lo hizo Alfredo, rumbeó hacía el lugar indicado,  cruzó por detrás de su casa y se dirigió al hotel de don Emilio Schultz que encontró gran parte destruido. Don Emilio Schultz estaba sano y salvo junto a su esposa y su hijo Guillermo a pesar de que gran parte del edificio se había derrumbado. Su papá no se había refugiado ahí.
Siguió su camino hasta la casa de los Benítez y desde algún lugar, debajo de las tablas se escuchaba el grito de una criatura, Alfredo Stroessner revolvió las tablas de lo que segundos antes era una casa y encontró una nenita de apenas 2 años llorando amargamente, la alzó en sus brazos. Esa nenita era Herminia Benítez (que de grande se la conoce como la Profesora “Pochó”).
Llegó a lo que era la vivienda de los Benítez, encontró desesperada a la madre de Pochó y le entregó a su hijita, preguntó por su hermana quien, cuando empezó el fuerte viento, salió de la casa corriendo por la calle (que hoy es la Memmel) y se cruzó con el hermano que fue en su búsqueda por un atajo.
La catástrofe fue tan rápida que no dio lugar siquiera a pensar en ella, siendo tan así, que muchas de las personas que fueron salvadas, con heridas más o menos graves, contaron que repentinamente vieron que caían los techos y  las paredes, quedando bajo los escombros. Como la lluvia y el viento que precedieron al fenómeno fueron fuertes, las familias se encontraban reunidas, la mayoría en las piezas interiores de sus casas, circunstancia que hizo aumentar el número de las víctimas, pues pocas personas pudieron escapar de los derrumbes.
Cayeron varias de las paredes, abriéndose para afuera (lo que permitió la salvación de muchas personas) y algunas, precipitándose hacía adentro, unas sobre otras, sepultando así a todas las personas que en ellas se encontraban (caso de la desgraciada familia de don Carlos Castelnovo).
El cabalístico número trece tuvo su parte en la catástrofe de Encarnación, la tradición le asigna una influencia maléfica: sin caer en las redes subyugantes y sutiles de la superstición, es interesante destacar un hecho si se quiere casual, insólito o sobrenatural, que totalmente pertenece al lector juzgar.  La familia Castelnovo, ese día sumaba a trece miembros. Todos perecieron. (Otra versión sobre la familia Castelnovo dice que, en realidad eran catorce, que una nenita de pocos años se salvó porque se refugió en el brocal de un aljibe. Esta sobreviviente aún vive radicada en Jardín América, Argentina).
Podemos creer, como consuelo, que la mayoría de las víctimas perecieron por aplastamientos o ahogadas por las gigantescas olas que levantó el viento desde el río y las arrojó sobre las construcciones. No tuvieron  tiempo para sufrir una agonía dolorosa, muchas personas fallecieron instantáneamente.
A pesar del brevísimo tiempo que tomó el fenómeno en realizar su desastre, este fue tan grande, que en parte alguna del mundo se ha producido un caso igual, pues el porcentaje de muertos y heridos, con relación a la densidad de la población afectada, es muy superior al lado en otras catástrofes de similar naturaleza, ocurridas ante y aún después de la de nuestra ciudad.
El estupor de la población era total ante la magnitud y fuerza del fenómeno natural que se abatió sobre la ciudad. Sin embargo, aunque un poco instintivamente, muchos comenzaron a reaccionar. Algunos vecinos no pudieron contenerse ante la tentación de la codicia humana, ni en los momentos de dramatismo, pues el dolor y la muerte no les importó y aprovecharon el pánico general convirtiéndose en inescrupulosos ladrones, apoderándose de todo tipo de mercaderías y alhajas durante toda la noche.
      
¿Quién fue el canoero que les cruzó a Kreuser y Memmel?

Todos sabemos la historia de que un cura misionero y un patrón baqueano, ambos de origen alemán, cruzaron el río para pedir ayuda a los vecinos de Posadas. Una versión contada durante 80 años. Algunos historiadores fantasiosos escribieron que Memmel y Kreuser fueron nadando a pedir ayuda a los posadeños. Otros cuentan que Memmel remó la canoa con una pala; relatos tan inverosímiles como inconsistentes. Julio Sotelo dice en su escrito “…Le propongo revisar lo que publicaron algunos diarios…”
El Diario la Nación, con respecto a esta heroica hazaña publicó el miércoles 23 de setiembre en su página 3, lo siguiente: “…A eso a las 10 de la noche, llegó a la ciudad un sacerdote alemán, conocido popularmente con el nombre de José. Acompañado de otra persona, cruzó el río en una canoa. Se trataba de un acto de coraje, de verdadero heroísmo. El estado del río parecía hacer imposible toda tentativa de cruzarlo, sobre todo en una embarcación tan frágil como la que se lanzaron los dos navegantes. Lamentamos no conocer, por ahora, el nombre del acompañante del padre José…”
En otra parte de la crónica, dice; “…sólo un intenso sentimiento de humanidad, unido a un valor a toda prueba, y una verdadera pericia en la navegación pudieron impulsar y llevar a feliz término la hazaña…”
Según le comentó Luís Cáceres, jefe del resguardo aduanero, al corresponsal del diario La Tribuna, fue un sacerdote alemán el que cruzó el río para pedir ayuda, en la crónica el periodista manifestó, “… lástima que no pudimos obtener el nombre de este sacerdote que se convirtió en un héroe esa noche…”
No obstante, la historia ya registró a ambos como los héroes que, sin lugar a dudas lo fueron, pero quedó una incógnita. ¿Realmente fue Jorge Memmel el que remó la canoa para el cruce? Y, ¿qué pasó con la canoa en la que cruzaron el río?, y ahí aparece la leyenda que por años han contado los vecinos quienes afirmaron que fue el canoero Ministro el que ayudó a estos héroes a cruzar el agitado Paraná en la noche de la tragedia.

Pero, quién fue Ministro?

El canoero hacía el cual me encaminaba, el único baqueano que podía llevarme hacía la fuente para escribir este relato, eran los amigos o conocidos de Ministro, pero me ganó el tiempo y estos ya murieron y se me hizo difícil hurgar esos vestigios casi irreales de la historia.
No esperaba encontrar a alguien que pudiera ayudarme; más aún, ya no creía en su existencia, simplemente como tantos otros lo tomé como muñón de un mito o leyenda que alguien había enterrado en el río, o cambiaron de nombres de los héroes verdaderos que, con el tiempo, fueron devorado por el olvido.                        
Lo que relataba Juan Colorado era todo lo que había quedado de aquel valiente remero, corajudo, que había envejecido y muerto en el lugar donde siempre vivió y que contó a su vecindario aquella hazaña que nadie le creyó.
Durante el resto de la noche de la memoria todo este caso del canoero es muy oscuro. Nada se sabe de él con seguridad, salvo que nació en Itapé el 11 de setiembre de 1885 y que llegó a Encarnación a principio de 1900 con la intención de ir a trabajar al Alto Paraná, pero como tenía tan solo 15 años, no lo admitieron y se hizo canoero y cuando ocurrió aquella tragedia ya tenía 41 años, de los cuales 25 de esos años lo ocupó cruzando el Paraná sea para llevar a perseguidos por las constantes revoluciones o personas que pasaban al clandestinamente a Posadas.
Y por si fuera poco, como único testigo, apenas quedan restos del muelle, víctima de esa tragedia que pasó por el sur, efímera, como una estrella fugaz, alucinante, como un fuego fatuo. Después, la ciudadanía y el recuerdo quedaron dormidos como la que fue Encarnación después de la tragedia, todo lo que había encima eran escombros que desparramó el viento. Solamente aquellos que pudieran resucitar a los muertos tendrían a los que pueda informar algo concreto, “…entonces que se levante y lo diga, que se atreva a poner la cara. Que hable para que los escuchemos. Que no anden noticiando tonterías en voz baja, revolviendo irresponsablemente el pasado…”
Esta leyenda pudo haber surgido de algunas pistas falsas de la investigación, incluso la historia de Ministro es posible que sea de dudosa comprobación. Porque parece como si el tumulto, el griterío y los estampidos de aquella noche todavía los tuviesen aturdidos y encandilados a aquellos que vivieron la época, que alardean de buena memoria y que vieron la tragedia, tampoco son buenas y dignas fuentes de quien confiar. Solamente recuerdan brumosas escenas lejanas. Dentro de ellas aparece la figura solemne de aquel canoero que en realidad se llamaba Daniel Rodríguez Genes y vivió en el desaparecido Barrio Riacho.

Juan Perotti

La C.A.L.T. (Compañía Americana de Luz y Tracción) proveía electricidad a la ciudad de Encarnación y el jefe de servicio de la misma era, el foguista Juan Perotti, descendiente de italianos. Conocedor de su oficio, sabía que debía cortar inmediatamente el suministro del fluido eléctrico, para evitar incendios.
Orangel Delmar escribió en su libro “La catástrofe de Encarnación” que “…este humilde obrero, en heroico acto, saltó sobre las llaves interruptoras de los circuitos que alimentaban la red de energía, logrando cortarla en el momento crítico, evitando así que se produjera mayor número de víctimas. Juan Perotti se convirtió así en el primer mártir de la noche; se lo encontró carbonizado sobre los controles. Pero también otras personas realizaron actos de coraje…”
Es necesario recordar que las calles estaban obstaculizadas por vigas, puertas, maderas, árboles, planchas, alambres, etc. En una forma tal que solo a saltos se podía caminar.  Rafael Ferreira, testigo partícipe del ciclón en su relató al diario La Tribuna dijo: “…Apenas había abandonado el lugar cuando escuché llantos convulsos cuyos ecos no procedían de muy lejos, pude comprobar muy pronto que estos salían de la casa de un amigo y compañero de trabajo, Gregorio Estigarribia, a quien encontré tendido en el suelo, sin vida. Al derrumbarse la casa, le había tocado un cable eléctrico, que le causó la muerte por electrocución....”.
Si la mayoría de las víctimas perecieron por aplastamientos o ahogadas por las gigantescas olas que levantó el viento desde el río y las arrojó sobre las construcciones. No tuvieron  tiempo para sufrir una agonía dolorosa, muchas personas fallecieron instantáneamente, nadie se dio cuenta, por lo que no es posible que Perotti haya cortado la corriente, que de hecho no lo hizo, porque según el testigo Rafael Ferreira había corriente en los cables esparcidos por todos lados.